Lo que hacía era observar, desde la Guagua hacia Orihuela cuando iba al colegio. Al regresar a mediodía a casa de mis padres a comer
y, como ganso al que se le pone un embudo para alimentarlo y engordarle el
hígado, comía para volver a las clases de la tarde. Observaba todo, sobre
cualquier cosa inimaginable por pequeña que fuese y en mi cabeza solo aparecían
preguntas y más preguntas.
Después, cuando regresaba por la tarde a mi cueva, a mi
cuarto, me ponía a hacer viñetas. Dibujaba una especie de niña muy simple pero
que me permitía reflejar lo que contaba en ellas.
Hacía mis viñetas en folios, los doblaba y en el colegio
a escondidas, donde estaba la copistería, que más bien era algo asombroso,
porque las copias de los exámenes se hacían sobre un bloque de gelatina, las
grapa como si fuesen cuadernillos. ¡Los profesores no conocían las
fotocopiadoras!
Cuando llegaba el viernes, el santo viernes por la tarde,
momento en que me subía al Riguero (Orihuela) para pasar el fin de semana, iba
cargado con varias docenas de ellos. Allí colocaba el sábado mi
"tenderete", mis cajas de cartón decoradas, un viejo mantel, una caja
de zapatos que hacía de caja registradora -incluso lleva pintadas las teclas
casi como una de verdad-, y a venderlos...
Era mi negociete, algo que he llevado siempre en mi
interior sin precedentes familiares, pero que a mí me encantaba. Eso de ganar
unas pesetas que luego me gastaba la mitad en las chuches del bar, me ofrecía
una especie de independencia, como un rincón de pequeña libertad dentro de un
mundo de órdenes, reglas y demás mandatos que, recuerdo en este instante, no
entendía muy bien, y a veces, hasta creo que no tenía sentido. Al menos como yo
lo veía.
No creas que contaba en esas viñetas, en esos cuentos,
historias para niños, ¡no! Contaba cosas tan curiosas que hasta a mí, cuando
las recuerdo hoy en día, me sorprenden. Por ejemplo; del por qué el profesor venía
triste a mitad de semana a darnos clase; por qué el barrendero que veía a
menudo tenía una cara tan triste; de cómo nos trataban como borregos en el bar
cuando íbamos a comprar chúches; de la vida que llevaban los adultos siempre
haciendo lo miso día tras día... ¡y mil cosas más!
Tuve la ocasión de preguntarle al Alcalde de Orihuela una
vez, que no recuerdo ni vagamente el por qué mi madre se tropezó por la calle con
él y se pusieron a hablar de no sé muy bien qué, de por qué en invierno si
anochecía a las seis, las farolas se encendía a las siete y media.
Obviamente
hice mi cuento de aquello, y si mi memoria no me falla, la explicación que
dibujé en mi historieta era que los electricistas del Ayuntamiento no
trabajaban en invierno porque los cables solo se podían tocar en verano.
Curiosamente también puse, y eso lo recuerdo muy bien;
Que tampoco entendía el por qué
en verano las farolas se encendían a las siete y media, como en invierno, pero anochecía a las nueve.
Y con este pequeño personaje, este dibujo, esta niña,
Manuela, fui cogiéndole el gusanillo a vender, a construir e inventar, y en
pocas palabras, a ir adquiriendo esa libertad que necesitaba dentro de toda la
ignorancia e inocencia que un niño de siete años puede llegar a tener.
En este blog te contará ella con sus ojos, distintos y
variados temas, asuntos de interés, y sobre todo, ese tipo de cosas que no
tienen mucho sentido y que hacemos habitualmente los adultos. La mayoría de las
veces sin mucho coherencia alguna.